domingo, 18 de enero de 2009
Relativismos cultural y otros por Triana
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En este artículo voy a intentar exponer de un modo breve una teoría filosófica acerca del relativismo cultural. Una «teoría filosófica» no es una verdad científica, pero tampoco es una simple «opinión». Las opiniones, si vamos a hacer caso a Platón, tienen más que ver con el mundo de los fenómenos, el mundo de las apariencias, el mundo del que se parte para rectificarlo al construir las teorías filosóficas. Las opiniones son el caos mientras que las teorías filosóficas suponen siempre cierto orden, cierta sistematización crítica y argumentada de las opiniones.
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No puedo en esta ocasión, por razones de espacio, hacer una historia de los orígenes de las ideas de «etnocentrismo» y «relativismo cultural», aunque esta historia es muy importante para argumentar en contra del relativismo. Así las cosas, voy a partir, para mi propósito, de la presencia del relativismo cultural entre nosotros, presencia no sólo en el campo categorial de la etnología, la antropología cultural o la lingüística, sino también en contextos filosóficos y prácticos (éticos, políticos, estéticos, médicos, religiosos, &c.).
Voy a tomar como referencia, para empezar, la definición de «relativismo cultural» y de «etnocentrismo» que figura en un conocido manual de Antropología (Harris, Introducción a la Antropología general): El relativismo cultural es aquel «principio que afirma que todos los sistemas culturales son intrínsecamente iguales en valor, y que los rasgos característicos de cada uno tienen que ser evaluados y explicados dentro del sistema en el que aparecen». Según este principio, «toda pauta cultural es intrínsecamente tan digna de respeto como las demás». Frente al relativismo cultural, el etnocentrismo «es la creencia de que nuestras propias pautas de conducta son siempre naturales, buenas, hermosas o importantes, y que los extraños, por el hecho de actuar de manera diferente, viven según patrones salvajes, inhumanos, repugnantes o irracionales». A nadie se le escapa que estas definiciones, aparentemente denotativas, implican una defensa del relativismo cultural y una condena del etnocentrismo. Detrás de ellas se esconde aquella exitosa fórmula de Lévi-Strauss: «salvaje es quien llama salvaje a otro». La defensa del relativismo cultural se da, desde luego, entre la mayoría de los antropólogos, para quienes la nivelación de todas las culturas no sólo es un principio metodológico de investigación (un supuesto del que se parte pero que luego se podría rectificar) sino que se considera como la forma más madura y elaborada de la sabiduría antropológica. Pero el relativismo cultural es una idea que no se limita a funcionar dentro de la categoría etnológica o antropológica sino que está también presente en el ámbito de la filosofía mundana y de la praxis política. En estos contextos, el éxito de esta idea no es independiente, según creo, de la gran implantación práctica de dos nebulosas ideológicas que sirven como modelo al razonamiento relativista: en primer lugar, la ideología de la tolerancia asociada a las democracias liberales neocolonialistas y, en segundo lugar, las teorías del fundamentalismo ecologista.
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La mayoría de los estados del mundo desarrollado tienen, en la actualidad, la forma política de la democracia liberal en la que los ciudadanos son iguales ante la ley y tienen los mismos derechos y deberes políticos. Cada ciudadano tiene su propio «fuero interno» y vota «en conciencia»: todos los votos son iguales y todas las opiniones son respetables por el mero hecho de emitirse (incluso aunque sean opiniones delirantes fruto de alucinaciones o de ignorancia culpable). En estos sistemas políticos, la virtud fundamental es la tolerancia, incluida la tolerancia de la ignorancia y el dislate, que más que tolerancia debería llamarse paciencia. Las democracias liberales colonialistas son, por eso, en principio, escépticas pues, como instituciones, no defienden ninguna filosofía concreta (aunque sean democracias «coronadas» como la nuestra).
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